Dominique Pélicot, un hombre de 76 años que reside en Mazan, Aviñón, actualmente está enfrentando un juicio en París por cargos de drogar a su esposa Gisèle de manera sistemática durante una década para violarla y ofrecerla a decenas de hombres, permitiendo que la agredieran mientras ella estaba inconsciente. Las prácticas de Pélicot no comenzaron en 2011; llevaba décadas mostrando comportamientos perturbadores. Antes de su retiro, ya había acosado y violado a otras personas, aunque su doble vida permaneció oculta hasta 2020, cuando finalmente se descubrieron sus actividades. A lo largo de los años, Pélicot fue considerado por muchos como un marido atento, un padre ejemplar y un abuelo dedicado a sus seis nietos. Nadie en su entorno sospechaba que llevaba una vida secreta, implicado en las prácticas más extremas de violencia sexual. Actualmente, los investigadores lo consideran un violador en serie: además de los abusos cometidos contra su esposa, está siendo investigado por la violación y asesinato de una joven y el intento de agresión a otra en la década de 1990.
Sigmund Freud, en sus estudios sobre la naturaleza humana, señalaba que todos albergamos impulsos contradictorios y que el ser humano es capaz de experimentar tanto el amor más profundo como el odio más intenso. En su teoría del “ello”, Freud explicaba que esta parte instintiva de nuestra psique busca satisfacer impulsos primarios sin considerar las normas sociales o éticas. Sin embargo, estas ideas no siempre son suficientes para comprender cómo una persona puede ser, al mismo tiempo, un familiar afectuoso y un agresor violento. La ambigüedad moral de las acciones humanas se manifiesta en numerosos casos, desafiando la percepción de que los “monstruos” y los “buenos” no pueden coexistir en una misma persona; y plantea una pregunta fundamental: ¿es posible que de todas las personas que vieron alguna publicación o estuvieron en ese lugar a ninguna les haya parecido que algo no estaba bien?
En el banquillo de los acusados hay de 50 hombres imputados, los testimonios de familiares y amigos de estos hombres han repetido una frase común en este tipo de procesos: “era incapaz de hacer algo así”.
En España, ha surgido una controversia por la aparición de un formulario de consentimiento sexual que presuntamente utilizan algunos futbolistas de la Primera División. Este documento, divulgado por Miguel Galán, presidente del Centro Nacional de Formación de Entrenadores de España (CENAFE), incluye cláusulas detalladas sobre actos sexuales, y entre ellas, el término “violación accidental”. ¿Qué significa este apartado? ¿Existe la violación accidental?
Juicio por violación marital en Francia: a sala llena, con el público entre la incredulidad y el ascoEl documental “Rape culture” de 1975 explora como la violencia sexual hacia las mujeres era normalizada. El film expone y populariza lo que conocemos como la cultura de la violación: este concepto surgió como parte de un esfuerzo por entender la violencia sexual no como un acto aislado cometido por individuos “monstruosos”, sino como un fenómeno sistemático y estructural, que es facilitado y sostenido por las normas culturales, las políticas institucionales y las representaciones mediáticas de la sexualidad y el género.
Mecanismos que banalizan
En el contexto de estos contratos, podemos pensar que son una respuesta más orientada a evitar denuncias que a promover una comprensión auténtica del consentimiento. Los casos como el de Dani Alves o el de Santi Mina, por nombrar algunos, han impulsado la creación de mecanismos que banalizan la gravedad de los actos violentos, minimizando el impacto de la agresión sexual.
El análisis de la conducta humana sugiere que las personas pueden cometer actos extremos cuando el contexto social y cultural los empuja en esa dirección. Al comprender que los “monstruos” y los “buenos” pueden coexistir en una misma persona, y que las instituciones y culturas pueden reforzar esta dualidad, se abre un espacio para cuestionar las estructuras que permiten que la violencia sea minimizada. La comprensión de esta coexistencia implica aceptar que la perversidad no siempre es evidente y que incluso quienes son considerados modelos de virtud pueden albergar impulsos destructivos.